donde los árboles no tienen nombre
y el Metro traza líneas de colores
que atraviesan la ciudad,
allí,
donde convive la ilusión y el desconsuelo,
donde Javier Krahe actúa en la Galileo
y Pepín Tre en aquel Café donde creo
que perdí
la pubertad y algún que otro sueldo...
en el lugar que nací,
donde crecí...
Donde mal aprendí rutas de seducción
jugando con el efecto sorpresa de la poesía
pintada en las paredes, y la sangría
de las Cuevas de Sésamo... y la atracción
de pasear por esas calles que me vieron
arrastrar depresiones, faltar a clases,
brindar con amigos por las que sí quisieron,
llorar por las esquinas y algunos desfases...
como esa noche que casi nos detienen
por cantar himnos revolucionarios a unos leones...
o cuando nos bañamos descalzos en Cibeles
mientras llegaba el búho...
y recuerdo cuando alguno
nos hacía pasarnos a todos tres estaciones
con la esperanza de triunfar con la dama
conocida minutos antes en el andén,
para acabar derrotados, cada uno en su cama,
habiendo perdido ese día el último tren.
Allí donde dejé los estudios sin estudiar,
donde me rebelé contra el mundo,
donde aprendí que el verbo fracasar
tiene encanto, al menos un segundo.
Allí,
donde sólo vuelvo de visita,
Allí,
a la ciudad que hoy necesita
volver a estar cada madrugada
enriquecida,
enternecida
y galvanizada.
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