Angel González - Diciembre

Diciembre vino silenciosamente,
estirando las noches hasta casi
juntarlas:
el alba a pocas horas de distancia
del crepúsculo lleno de tristeza,
y un mediodía sin sol,
un mediodía
de pájaros ocultos y apagados
ruidos,
con bajas nubes grises recibiendo
el sucio impacto de las chimeneas.

Diciembre vino así, como lo cuento
aquel año de gracia del que hablo,
el año aquel de gracia y sueño, leve
soplo de luces y de días,
encrucijada luminosa
de lunas hondas y de estrellas altas,
de mañanas de sol, de tardes tibias
que por el aire se sucedían lentas
como globos brillantes y solemnes.

Pero diciembre vino de ese modo
y cubrió todo aquello de ceniza:
lluvia turbia y menuda,
niebla densa,
opaca luz borrando los perfiles,
espeso frío tenaz que vaciaba
las calles de muchachas
y de música,
que asesinaba pájaros y mármoles
en la ciudad sin hojas del invierno.

Pájaros muertos, barro, nieve sucia,
lanzó diciembre sobre el año, y todos
abandonamos en silencio
su ámbito feliz, pisando indiferentes
los restos consumidos de sus cosas,
el envoltorio de sus alegrías,
dejándolo cubierto de papeles
y rotas luces,
oquedad sumergida
en decepción y desfallecimiento,
como la sala de un teatro, cuando
el telón cae, finalizando el drama.

De esa forma dejamos aquel año,
sórdido
recinto
manchado de recuerdos derribados
y deseos oscuros
y nostalgia
-y por qué no también remordimiento-
sin mirar para atrás,
sin querer enterarnos
de su agonía lívida a las puertas de enero.


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